Cuando me fui de Tokio creí que jamás volvería.
Huía del desamor.
Huía de la que yo
era en esta ciudad, de las cosas de las que jamás podría desprenderme si seguía
aquí.
Tokio era una cárcel para mi, el decorado del dolor.
Dejé atrás todo lo que conocía, mis amigos, mi familia.
Me fui en contra de los deseos de mi padre, que no me
perdonó nunca.
Cuando me fui iniciamos un pulso de poder en el que yo me
negaba a volver y él se negaba a visitarme si no volvía.
Como siempre, él ha ganado el pulso.
He vuelto.
De todas formas había pensado volver, me sentía lo
suficientemente fuerte y segura de mi misma como para enfrentarme a mis
demonios, a la que yo era en ésta ciudad.
Otra “yo” muy diferente.
Iba a volver para reconciliarme con él después de casi diez
años sin vernos.
Pero alguien decidió impedirlo.
Ahora estoy de nuevo rodeada por las luces de ésta ciudad en
la que me crié y que hoy me resulta más extraña que a cualquier turista que la
visita por primera vez.
Nunca pertenecí a ella ni llegué a conocerla.
Ahora estoy de nuevo en Tokio pero nunca podré reconciliarme
con mi padre.
Hoy he asistido a su funeral.
Mi hermano ni siquiera quiso darme los detalles por
teléfono. No podía escucharlos, con la cabeza abotargada metí cuatro cosas en
un bolso y corrí al aeropuerto, él había arreglado todo para mi vuelo.
Mi hermano, siempre tan eficiente, tan parecido a nuestro
padre, tan diferente a mi.
Nada se escapa a su control.
Durante las horas de vuelo a penas pude pensar, ser
consciente de que iba a sumergirme de nuevo en una vida que me había esforzado mucho por olvidar.
Me quedé dormida gracias a las pastillas.
Soñé con mi padre. Con la última cosa que hicimos juntos, la
ultima vez que me sentí cerca de él, su cómplice en algo.
Posiblemente la última vez que se sintió cómodo conmigo.
Me llevó a un barrio en que era difícil ver occidentales, la
gente nos miraba con curiosidad y yo apretaba su mano. Era nuestra última
aventura, aunque yo no lo sabía. Él iba muy seguro de sí mismo sin reparar en
los curiosos y a pesar de que no sabía donde íbamos me sentía a salvo.
Llevaba gran parte de su vida viviendo en Japón y a pesar de
ser extranjero sentía un respeto absoluto por sus tradiciones, algo que siempre
trató de transmitirnos.
Jamás olvidaré ese día, tal vez por eso mi subconsciente
decidió rescatarlo de mi memoria.
Mi padre me susurró al oído que el hombre de edad indefinida
que se encontraba ante nosotros, preparando su instrumental, era un gran
maestro en el arte del “Tebori” el tatuaje tradicional japonés y que era un
honor el que nos permitiera presenciar su trabajo.
Aún puedo oler la tinta, el sudor, la sangre.
Veo la fina aguja atada a un mango de bambú penetrar en la
piel con pequeños golpecitos, depositando la tinta profundamente en complicados
dibujos.
Veo esas manos trabajar sincronizadas como si se tratara de
una coreografía, la izquierda estira la piel, la derecha maneja la aguja.
Escucho el sonido, tan característico, que produce la aguja
al salir de la piel; “shakki” le llaman, me susurra mi padre, como si pudiera
leerme la mente.
Miro la cara del hombre que está siendo tatuado, me pregunto
si sentirá dolor, su cara es impasible, mira al techo como si no sintiera nada,
como si no pensara en nada.
Miro a mi padre observar fascinado el trabajo del maestro.
Hasta que la voz nasal de la azafata me despierta, tengo que
ponerme el cinturón, vamos a aterrizar en Tokio.
Veo sus luces desde el aire.
Recuerdo que mi padre está muerto.
Que no podrá perdonarme.
Y lloro, vuelvo a Tokio igual que me fui de ella, llorando.
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