viernes, 22 de marzo de 2013


Cuando me fui de Tokio creí que jamás volvería.
Huía del  desamor.
Huía  de la que yo era en esta ciudad, de las cosas de las que jamás podría desprenderme si seguía aquí.
Tokio era una cárcel para mi, el decorado del dolor.
Dejé atrás todo lo que conocía, mis amigos, mi familia.
Me fui en contra de los deseos de mi padre, que no me perdonó nunca.
Cuando me fui iniciamos un pulso de poder en el que yo me negaba a volver y él se negaba a visitarme si no volvía.

Como siempre, él ha ganado el pulso.
He vuelto.
De todas formas había pensado volver, me sentía lo suficientemente fuerte y segura de mi misma como para enfrentarme a mis demonios, a la que yo era en ésta ciudad.
Otra “yo” muy diferente.
Iba a volver para reconciliarme con él después de casi diez años sin vernos.

Pero alguien decidió impedirlo.

Ahora estoy de nuevo rodeada por las luces de ésta ciudad en la que me crié y que hoy me resulta más extraña que a cualquier turista que la visita por primera vez.
Nunca pertenecí a ella ni llegué a conocerla.

Ahora estoy de nuevo en Tokio pero nunca podré reconciliarme con mi padre.

Hoy he asistido a su funeral.

Mi hermano ni siquiera quiso darme los detalles por teléfono. No podía escucharlos, con la cabeza abotargada metí cuatro cosas en un bolso y corrí al aeropuerto, él había arreglado todo para mi vuelo.
Mi hermano, siempre tan eficiente, tan parecido a nuestro padre, tan diferente a mi.
Nada se escapa a su control.

Durante las horas de vuelo a penas pude pensar, ser consciente de que iba a sumergirme de nuevo en una vida      que me había esforzado mucho por olvidar.

Me quedé dormida gracias a las pastillas.
Soñé con mi padre. Con la última cosa que hicimos juntos, la ultima vez que me sentí cerca de él, su cómplice en algo.
Posiblemente la última vez que se sintió cómodo conmigo.

Me llevó a un barrio en que era difícil ver occidentales, la gente nos miraba con curiosidad y yo apretaba su mano. Era nuestra última aventura, aunque yo no lo sabía. Él iba muy seguro de sí mismo sin reparar en los curiosos y a pesar de que no sabía donde íbamos me sentía a salvo.

Llevaba gran parte de su vida viviendo en Japón y a pesar de ser extranjero sentía un respeto absoluto por sus tradiciones, algo que siempre trató de transmitirnos.

Jamás olvidaré ese día, tal vez por eso mi subconsciente decidió rescatarlo de mi memoria.

Mi padre me susurró al oído que el hombre de edad indefinida que se encontraba ante nosotros, preparando su instrumental, era un gran maestro en el arte del “Tebori” el tatuaje tradicional japonés y que era un honor el que nos permitiera presenciar su trabajo.
Aún puedo oler la tinta, el sudor, la sangre.
Veo la fina aguja atada a un mango de bambú penetrar en la piel con pequeños golpecitos, depositando la tinta profundamente en complicados dibujos.
Veo esas manos trabajar sincronizadas como si se tratara de una coreografía, la izquierda estira la piel, la derecha maneja la aguja.
Escucho el sonido, tan característico, que produce la aguja al salir de la piel; “shakki” le llaman, me susurra mi padre, como si pudiera leerme la mente.
Miro la cara del hombre que está siendo tatuado, me pregunto si sentirá dolor, su cara es impasible, mira al techo como si no sintiera nada, como si no pensara en nada.

Miro a mi padre observar fascinado el trabajo del maestro.

Hasta que la voz nasal de la azafata me despierta, tengo que ponerme el cinturón, vamos a aterrizar en Tokio.
Veo sus luces desde el aire.
Recuerdo que mi padre está muerto.
Que no podrá perdonarme.
Y lloro, vuelvo a Tokio igual que me fui de ella, llorando.

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