Mi hermano me esperaba en el aeropuerto, con su impecable
traje negro de corte italiano. Me estrechó entre sus brazos sin palabras, como
si fuera de nuevo una niña, como si hiciera siglos que no nos vemos.
Solo hacía tres meses desde la última vez que estuvimos
juntos, me había visitado aprovechando un viaje de negocios.
Hablamos de mi vuelta a Tokio, de mi reconciliación con
papá.
Ahora estoy en el suelo de la habitación de la adolescente
que fui, mi madre no ha hecho ni un solo cambio. Esperaba que su niña volviera
pronto.
Ya no soy una niña y estoy vestida de riguroso luto.
Acabo de volver del funeral de mi padre, ya no habrá
reconciliación, solo queda el dolor.
Él debería haber muerto de viejo, tranquilo en su cama,
rodeado de unos nietos que ya no conocerá. Conmigo a su lado.
No asesinado como un perro, como un vulgar mafioso en un
ajuste de cuentas.
Mi hermano y yo escoltamos a nuestra madre durante todo el
funeral. Tres figuras delgadas, oscuras, un poco encorvadas por la pena, eso
éramos.
No podía evitar examinar a cada una de las personas que me
dio el pésame. Los clientes y socios de mi padre, occidentales y japoneses,
algunos me resultaban conocidos, otros eran caras nuevas.
Sé que uno de ellos está implicado en su muerte, mi padre
era implacable en todas las facetas de su vida, puede que perjudicara a las
personas equivocadas.
Cuando veo acercarse al Señor Hokusai aprieto los dientes sin
darme cuenta, hasta que me duelen las mandíbulas. Solo lo miro a él, ignoro a
las figuras que le escoltan, por miedo, por cobardía. A pesar del tiempo
transcurrido temo enfrentarme a la indiferencia de una mirada.
El Señor Hokusai era el principal socio de mi padre, de
hecho se trasladó a Japón por sus negocios con él.
Le conozco desde que tengo uso de razón y ahora me parece un
desconocido, mucho más frágil y menos impresionante de lo que recordaba.
Ni siquiera presto atención a lo que me dice, asiento
callada.
Cuando reúno el valor suficiente para mirar a sus
acompañantes descubro que ninguno de ellos es “él”.
Dos rostros irrelevantes para mi, un total desconocido y su
hijo Kenta, el menor.
Era un crío cuando me marché y ahora es todo un hombre de
negocios.
Sondeo al resto de los asistentes en su búsqueda, por mucho
que me cueste reconocerlo, por muy inapropiado que sea. En estos momentos de
dolor su nuevo desprecio acentúa mi sufrimiento.
Yo que creía mi ego curado.
Es Tokio.
Tokio y sus demonios, Tokio y sus malditos recuerdos.
Tengo que centrarme, dejar atrás a esa adolescente
despechada que amenaza con quebrar mi racionalidad.
Tengo que conseguirle a mi padre la justicia que necesita
para descansar en paz, la justicia que necesitamos todos para seguir adelante.
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