lunes, 25 de marzo de 2013


Mi hermano me esperaba en el aeropuerto, con su impecable traje negro de corte italiano. Me estrechó entre sus brazos sin palabras, como si fuera de nuevo una niña, como si hiciera siglos que no nos vemos.
Solo hacía tres meses desde la última vez que estuvimos juntos, me había visitado aprovechando un viaje de negocios.
Hablamos de mi vuelta a Tokio, de mi reconciliación con papá.

Ahora estoy en el suelo de la habitación de la adolescente que fui, mi madre no ha hecho ni un solo cambio. Esperaba que su niña volviera pronto.
Ya no soy una niña y estoy vestida de riguroso luto.
Acabo de volver del funeral de mi padre, ya no habrá reconciliación, solo queda el dolor.

Él debería haber muerto de viejo, tranquilo en su cama, rodeado de unos nietos que ya no conocerá. Conmigo a su lado.
No asesinado como un perro, como un vulgar mafioso en un ajuste de cuentas.

Mi hermano y yo escoltamos a nuestra madre durante todo el funeral. Tres figuras delgadas, oscuras, un poco encorvadas por la pena, eso éramos.

No podía evitar examinar a cada una de las personas que me dio el pésame. Los clientes y socios de mi padre, occidentales y japoneses, algunos me resultaban conocidos, otros eran caras nuevas.
Sé que uno de ellos está implicado en su muerte, mi padre era implacable en todas las facetas de su vida, puede que perjudicara a las personas equivocadas.

Cuando veo acercarse al Señor Hokusai aprieto los dientes sin darme cuenta, hasta que me duelen las mandíbulas. Solo lo miro a él, ignoro a las figuras que le escoltan, por miedo, por cobardía. A pesar del tiempo transcurrido temo enfrentarme a la indiferencia de una mirada.
El Señor Hokusai era el principal socio de mi padre, de hecho se trasladó a Japón por sus negocios con él.
Le conozco desde que tengo uso de razón y ahora me parece un desconocido, mucho más frágil y menos impresionante de lo que recordaba.
Ni siquiera presto atención a lo que me dice, asiento callada.
Cuando reúno el valor suficiente para mirar a sus acompañantes descubro que ninguno de ellos es “él”.
Dos rostros irrelevantes para mi, un total desconocido y su hijo Kenta, el menor.
Era un crío cuando me marché y ahora es todo un hombre de negocios.

Sondeo al resto de los asistentes en su búsqueda, por mucho que me cueste reconocerlo, por muy inapropiado que sea. En estos momentos de dolor su nuevo desprecio acentúa mi sufrimiento.
Yo que creía mi ego curado.
Es Tokio.
Tokio y sus demonios, Tokio y sus malditos recuerdos.

Tengo que centrarme, dejar atrás a esa adolescente despechada que amenaza con quebrar mi racionalidad.
Tengo que conseguirle a mi padre la justicia que necesita para descansar en paz, la justicia que necesitamos todos para seguir adelante.

Y entonces podré desprenderme para siempre de ésta ciudad que no ha dejado de dolerme después de casi diez años.

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